Se acabó 2012. Ha comenzado 2013. El balance anual de un año
de gran importancia para México no puede ser más sombrío.
Casi a la par del final de año, terminó también el sexenio
de Felipe Calderón. No se necesita ahondar en lo que la mayoría sabe: fueron
seis años de un terrorismo de Estado camuflado de verde olivo y azuzado por la
poderosísima maquinaria del paramilitarismo narcotraficante. El saldo: una
cantidad aún desconocida de asesinatos y de víctimas “colaterales” que sin lugar
a dudadas implica a millones de mexicanos, por no decir que a la población
completa del país. Los efectos sociales, económicos y políticos de la “guerra”
que Calderón emprendió contra el “crimen organizado” no podría ser más
desastrosa.
Sin embargo, las elecciones presidenciales marcaron en buena
medida la vida general del país. Y me parece que soy sumamente generoso cuando
catalogo como elección a un proceso de imposición (anunciado con bombo y
platillo) de uno de los candidatos. Enrique Peña Nieto no es más que una pieza en
el tablero que los llamados poderes fácticos (que no son más que los dueños -o
alfiles de esos dueños- del gran capital económico y político) han establecido
para el juego de la explotación de los recursos naturales y del trabajo de los
mexicanos para su beneficio y enriquecimiento.
Con el sello de la imposición y de la represión, EPN ha
asumido el poder presidencial. También es cierto que en su corta trayectoria en
el papel estelar de la política institucional, EPN ha tenido que enfrentar a diversos
grupos y sectores que lo han impugnado. El movimiento estudiantil #YoSoy132 es,
sin lugar a dudas, el agente social más sobresaliente del cuestionamiento y
repudio a la imposición de EPN. La crítica, por fortuna, fue sustentada con
argumentos sólidos y ha abarcado a uno de los pilares de la imposición: la
televisión comercial mexicana, en especial al duopolio Televisa-TVAzteca. No
sin contradicciones y traiciones, el #YoSoy132, ha demostrado que la franja con
mejor posición escolar es abiertamente antipeñanietista.
Ahora entro al balance de la llamada izquierda electoral o
institucional. Francamente, el resultado es lamentable por el ángulo que se le
quiera mirar. En primera instancia por un hecho incontrovertible: fue incapaz
de frenar la imposición de EPN. No es mi intención denostar el esfuerzo de
muchos integrantes de las diversas fuerzas políticas que, de buena fe, apoyaron
e impulsaron la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Intento señalar que
a pesar de todos esos esfuerzos, la correlación de poder fue desfavorable. Y es
aquí donde una autocrítica es necesaria, pero inexistente. El hecho de que una
buena parte de los tomadores de decisiones del Movimiento Progresista han
estado adaptados cómodamente a las formas, usos y costumbres de la clase
política (a la PRI) es un elemento ineludible de la crítica que se debe de
hacer. No pienso que “ritos de purificación” y espaldarazos benevolentes sean
suficientes para que los hombres de la clase política (a la PRI) cambien automáticamente
sus hábitos de pensar y hacer política. El círculo cercano de AMLO, o para ser
más preciso, una parte de él, se mueve con confort y soltura bajo la
perspectiva de la obtención de puestos y presupuestos. El PRD ha sido paradigmático
en este sentido.
Sin embargo, en esta forma de hacer política (a la PRI)
radica uno de los grandes obstáculos para el avance una propuesta mínimamente
democrática y consultiva. Renuentes a establecer un verdadero diálogo, muchos
de los políticos de la izquierda institucional han rehuido el trabajo de base. Los
Chuchos perredistas, pero también los liderazgos del PT y del MC, son maestros
de esas artes.
Por otro lado, el Movimiento de Regeneración Nacional ha
sido más una etiqueta que una real fuerza organizadora. Sin capacidad
directiva, dividida en una extraordinaria cantidad de grupos y grupúsculos que
sólo tuvieron como signo de identidad la figura de AMLO, durante 2012 Morena no
logró articular ni acumular la fuerza suficiente para detener la embestida de
la derecha del PRI y PAN que, nuevamente, lanzaron todo su arsenal en contra de
AMLO.
Ahora, Morena se embarca para la navegación institucional y
financiada de su empresa democratizadora. Ese simple hecho llama la atención
sobre algunos aspectos. En primer lugar, las formas-contenidos y los tiempos políticos.
En cuanto a las formas y contenidos, Morena parece más bien
una ocurrencia coyuntural que un verdadero esfuerzo de organización política. Siguiendo
los pasos de su predecesor, el PRD, ante la adversidad de la derrota inflingida
por la imposición, Morena busca trazar el “verdadero” camino hacia la
democracia por la vía electoral. Nada más que la transición del Frente Democrático
al PRD a finales de los ochenta y principios de los noventa fue una necesidad
casi inevitable de articular a las fuerzas democratizadoras del país bajo una
misma bandera de lucha. Lo que Morena va a hacer es casi lo contrario:
establecer una alternativa electoral diferente a las ya existentes en el
panorama mexicano. Seguramente muchos de sus integrantes actúan de buena
voluntad y bajo la esperanza del “cambio verdadero”. Pero la realidad es que no
hay discusión amplia con la sociedad civil. Sus bases no logran penetrar amplios
sectores sociales y geográficos, y si quieren hacerlo tendrán que combatir a
sangre y fuego los espacios cooptados por los corporativismos priísta y
perredista y por el conservadurismo panista. La tarea no puede recaer sólo en
la figura del carismático líder.
Por otro lado, la disputa por los espacios institucionales
es cada vez más feroz. Los políticos izquierdisatas (a la PRI) como Marcelo
Ebrard y Miguel Ángel Mancera estarán dispuestos a cerrarle el paso a la
alternativa morenista y le pelearán palmo a palmo puestos y presupuestos. Esto
sin descontar que el “nuevo” PRI ha perfilado a Rosario Robles como la
encargada de evitar y, en su caso, contrarrestar cualquier avance territorial
de los morenistas.
Cómo resolverá, si es que realmente le interesa resolver la
relación con otras fuerzas políticas como el EZLN, es un aspecto fundamental. Por
lo pronto, el encono de muchos morenistas en contra del EZLN y de la figura de
Marcos apunta a que la brecha entre ambos movimientos es insalvable. Pero no sólo
con el EZLN tienen relaciones antagónicas o poco cordiales. El #YoSoy132 y una
enorme lista de movimientos locales y regionales no parecen tener muchas
afinidades con Morena, así que el panorama de unificación no se ven en el
horizonte.
En cuanto a los tiempos será cuestión de ver qué tan rápido
y eficazmente se organiza Morena para convertirse en una fuerza lo
suficientemente articulada para detener las reformas “estructurales” que se
avecinan, principalmente el del aniquilamiento formal de Pemex. Para el 2015,
el asunto del petróleo se habrá ya definido o, por lo menos, se habrán resuelto
muchas de las batallas fundamentales.
Además Morena estará impedida de alianzas en las elecciones
intermedias, así que tendrá que ir por su cuenta, lo cual la meterá a una
disputa encarnizada con los demás partidos políticos de la izquierda
institucional.
En resumen, si Morena
quiere ganar terreno, tendrá que ir más allá de tuiter y las redes
sociales y plantearse a la calle y los hogares de la mayoría como los reales
espacios de disputa en la creación de un movimiento real de regeneración
nacional.
Si por el contrario, los morenistas inician pronto a perfilar
disputas por puestos y presupuestos y a seguir a pie juntillas la línea del
carismático líder, entonces, Morena ya habrá fracasado desde el principio.